viernes, 30 de diciembre de 2016

Aprender a despedirse

En 2016 aprendí a despedirme. La vida nómada que me toca -y a la que empiezo a acostumbrarme -, me ha dejado diversas despedidas, todas entrañables y con su correspondiente dosis de emoción porque cuando trabajas con el material más importante, las personas, es difícil que no afloren los sentimientos y hasta se escape alguna lágrima. Por eso aprendí a despedirme sin decir adiós ni hasta siempre, dos expresiones a las que dejé vacías porque cada vez que me marché me fui llena: enseñanzas, valores, amistades, sonrisas y risas...todo el tiempo. Aprendí a despedirme y a vivir con los recuerdos porque hay momentos tan sanos y que aportan tanto equilibrio que no pueden dejarse en un cajón a la espera de que se evaporen. Aprendí a despedirme abrazando y dejándome abrazar.

Sin embargo, también tuve que aceptar otras despedidas que el año quiso dejarme. Por eso aprendí a despedirme sin mirar atrás, sin rencores, dejando nulas las palabras que no dije y que ya no diré; y no hay más que añadir. También aprendí a despedirme mirando al futuro, siendo consciente e intentando concienciar de que a veces no queda otra que echar la vista hacia adelante aunque el instante nos brinde un horizonte difuso y falto de esencia.

Y por aprender, hasta aprendí a despedirme de los míos a corto plazo -¡qué duro se hace a ratos!-, de aquellos que siempre están, los que dan sentido al verbo volver, quienes son sinónimos de hogar, los que me hacen ser quien soy, los que me dejan ser como soy sin juzgar mis maneras e ideas.

Aprendí a despedirme y me despedí aprendiendo...y aunque no todo, me llevo muchos de los momentos vividos conmigo, al nuevo año, a los nuevos días.

Y ahora sí: que venga todo lo que tenga que venir. Con todas las ganas te espero, 2017.

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